La forma de aprender ha cambiado. La incorporación de nuevas tecnologías en colegios y universidades ha abierto las puertas a formas de enseñanza radicalmente distintas.
La clase de Almudena, profesora en un Instituto de Educación Secundaria, se ha transformado en un gallinero. “¿Jo, profe, pero no íbamos a hacer una WebQuest?”, protesta uno de los adolescentes. Ella enciende la pizarra digital y contesta: “César, siéntate. Ya he dicho que abráis los portátiles y os conectéis a internet: examen sorpresa”.
La orden parece incongruente. ¡Cómo va a evaluar los conocimientos de sus alumnos con toda la Red ante sus ojos! Pues es factible. Este método ya se ha testado en las escuelas de Dinamarca y, si se aprueba, allí los estudiantes podrán examinarse conectados a internet a partir de 2011. Se trata de que busquen la información necesaria con la que desarrollar un trabajo original. Para evitar que copien, los educadores harán chequeos de las páginas visitadas.
Y ya puestos, hay quien permite chatear, como Enrique Dans, profesor de Sistemas de Información en IE Business School de Madrid. “Mis alumnos hacen su examen en el portátil y lo envían a una cuenta de correo. Antes les dejaba utilizar todo menos el chat. Ahora me da igual, porque una tercera persona es un recurso más”.
La forma de aprender ha cambiado. Hoy no podríamos asegurar el éxito de un programa de televisión como El tiempo es oro de finales de los 80 y principios de los 90, en el que un concursante sufría entre tomos enciclopédicos hasta encontrar un enigmático dato. “¡Que lo busque en Google!”, diría cualquier adolescente. Una brecha digital separa a los jóvenes de las generaciones que les preceden, y en el aula este desnivel se hace especialmente abrupto. Muchos profesores son inmigrantes digitales frente a sus alumnos, nativos del cibermundo. Los docentes han visto cómo sofisticados gadgets invaden sus centros, y se prevé una profunda transformación en la manera de generar y transmitir conocimientos. En efecto, la explosión de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) en la enseñanza está aún por llegar.
Probablemente no serán aulas futuristas, sino una nueva enseñanza apoyada en potentes tecnologías. Habrá más confluencia entre educación formal y no formal –la que se da fuera de la escuela–, se multiplicarán las fuentes de saber, el profesor pasará de ser transmisor a regulador del aprendizaje, habrá nuevos dispositivos desde los que navegar, escribir y leer. Y el alumno tampoco será el mismo.
La transición ha comenzado. Ya no hay por qué mancharse de tiza desde que las flamantes pantallas digitales interactivas (PDI) presiden las clases. Un videoproyector conectado a un ordenador enfoca imágenes en la PDI, que se controla desde un portátil, un tablet PC o directamente sobre la pantalla. Sus posibilidades sólo dependen de la creatividad del profesor.
La clásica estampa escolar con lápices y libros sobre el pupitre se esfuma por momentos. El alumno trabaja con su ordenador portátil o su tablet y el profesor controla las pantallas desde su equipo. Incluso existen centros con un taller de préstamo y reparación de ordenadores. Además de los dispositivos de alta movilidad y las pizarras, se han adaptado al mundo educativo las aplicaciones más variopintas, como videojuegos, entornos virtuales, redes sociales, blogs, foros... Pero hay malas noticias para los tecnoptimistas: las tecnologías no aportarán nada revolucionario mientras se sigan empleando los métodos didácticos de siempre.
El paso siguiente es integrar toda la parafernalia tecnológica. Si se llega a conseguir integrar el móvil en el aula, el profesor sera el auténtico sheriff. Se podrían plantear retos por SMS gratuitos a los alumnos. También se debería explotar el podcast. Los chavales disfrutan con el móvil, el MP3 y la videoconsola. En Japón, por ejemplo, una novela por SMS ha tenido un tremendo éxito entre los jóvenes. ¿Por qué no incorporar al aula lo que les gusta?
En cuanto al equipo educativo del futuro, los visionarios sueñan con un dispositivo multiuso que aglutine todas las funciones imaginables –juegos, ordenador, teléfono, lector de documentos, televisión por internet– y que sea compatible con sistemas para trabajar en grupo. También hay que tener en cuenta que la tecnología debe adaptarse al espacio y el tiempo de una clase. Esta dura 50 minutos, y de ellos hoy el profesor pierde cinco en colocar el proyector, otros tantos en que los alumnos inicien sus equipos, y aún más en desmontarlo todo.
El reto consiste en crear productos diseñados para la escuela en vez de integrar a la fuerza tecnologías propias de otras disciplinas. Las aulas tendrán en todas sus paredes pantallas táctiles de acceso al conocimiento. Clases de música, en vez de un monitor con un pentagrama, con un gran piano en el suelo. O quizás una sala de profesores con videoconferencia multibanda conectada con otro centro. Ya han aparecido mesas multitáctiles en las que varios niños pueden dibujar a la vez con las manos, ordenar la tabla periódica o resolver operaciones matemáticas. Es una tecnología creada para la formación. La PDI funciona porque no es más que una pizarra clásica a la que hemos incorporado tecnología. Los libros electrónicos aún no triunfan porque no hay un interfaz que supla las propiedades de un libro, que no se rompe al caerse, huele, permite apuntar...
Ningún estudio ha demostrado que las tecnologías mejoren los resultados académicos, pero sí que el uso de estrategias innovadoras aumenta la motivación y la integración. Un problema de la clase es atender a la diversidad de los alumnos. El ordenador ofrece oportunidades para potenciar la capacidad de cada uno. Mientras los que tienen dificultades repasan con ejercicios o aventuras interactivas, los avanzados pueden hacer WebQuests –investigaciones guiadas en la red–. Y el profesor se dirige al resto. Es un sistema flexible que supera la lección magistral.
El profesor como foco central de información tiene los días contados, afirman los gurús de la nueva educación. El nuevo docente será un supernodo en una red de aprendizaje. Pasaremos del modelo unidireccional actual a un sistema en el que el docente absorba lo que aportan los demás y ayude a discernir la información relevante.
Otros, más radicales, vaticinan el fin de las aulas. Apuestan por el acceso universal a la educación, con ciberlecciones que se bajen gratis desde la web. Según él, antes los centros educativos ofrecían un acceso exclusivo al conocimiento, pero ahora este es cada vez más libre. Y si no se adaptan, morirán. En plena ebullición tecnológica, educadores, editores, empresas de hardware y software, gurús y políticos tienen sus propias propuestas. Nadie puede asegurar cuáles serán las repercusiones de las tecnologías en las aulas, pero lo que está claro es que allí estarán.
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