La fumata blanca surgió diez minutos antes de las seis de la tarde del 16 de octubre, hace 33 años. Se anuncia la buena nueva: «Habemus Papam: cardinalem Karolum Wojtyla». El primer Papa no italiano en más de cuatro siglos procede de Europa del Este, donde el comunismo lleva varias décadas sometiendo a pueblos bajo un régimen de ferocidad desconocida. Juan Pablo II, un hombre que ya de niño solía guardar unos momentos después de la misa para rezar por la conversión de Rusia era el nuevo Papa.
No fue el humo de una fumata, sino el de un cañonazo que iba a remover la historia y a cuartear las ideologías que dividían al mundo. De la Polonia católica, llega a Roma un cardenal de 58 años que ha sobrevivido a las dos tiranías más salvajes del siglo XX. El joven Wojtyla salva la vida durante la ocupación nazi como picapedrero en una cantera cerca de Cracovia. Después, como sacerdote en un régimen totalitario que persigue la fe, combate la religión y pretende robar el alma a los polacos, tiene tiempo para comprender la dinámica del marxismo tanto intelectual como personalmente.
Sólo unos meses después, Juan Pablo II viaja a su Polonia natal con un mensaje: «No tengáis miedo». Millones de polacos se echan a la calle. Walesa y los obreros de Gdanks ya no están solos. El movimiento de «Solidaridad» comienza a gestarse y toma impulso. «Las gentes se vieron juntas como una masa enorme y nos dimos cuenta de que éramos capaces de organizarnos solos», recordaría años después Mazowiescki, convertido ya en el primer dirigente polaco no comunista desde la II Guerra Mundial. En Moscú, una camarilla de ancianos estalinistas asiste incrédula a tal demostración de audacia. Lituanos y ucranianos, húngaros y checoslovacos, captan el mensaje del nuevo Papa. Juan Pablo II ha prendido la mecha que terminará por cambiar el mundo tal y como se conoc hasta entonces. «Si los acontecimientos del Este tienen un punto de partida, no es tanto la perestroika como la visita del Papa a Polonia en junio de 1979».
Estamos en la epoca de la Guerra Fría, la del miedo a desencadenar el apocalipsis nuclear en un tablero donde cada nación tiene asignado un papel. Juan Pablo II, que ha sufrido en sus carnes la tiranía nazi primero y la «liberación» del Ejército Rojo después, irrumpe en ese «statu quo» que nadie se atreve a cuestionar con la fortaleza que le otorga su fe en el mensaje de Jesús: «La verdad os hará libres».
El 31 de agosto de 1980 las televisiones de todo el mundo ofrecen la misma imagen: la firma de los acuerdos de Gdanks, que convierten a «Solidaridad» en el primer sindicato libre tras el telón de acero. El imperio comunista contempla la primera grieta en el muro...
Ni Juan Pablo II ni Reagan se resignan al fatalismo de tener que considerar esa tiranía como inmutable y trabajan conjuntamente hasta su colapso definitivo, simbolizada en la caída del Muro de Berlín en 1989.
En 1985 un tercer personaje entra en liza: Mijail Gorbachov. Llega para reformar el sistema soviético –algo que era inviable, como se demostraría después– pero la historia le guarda hoy un lugar privilegiado por ser el hombre que renunció al uso de la fuerza para evitar que el imperio levantado por Stalin se viniera abajo.
En pocas palabras: estamos ante una excepcional personalidad, que transformo la Guerra Fria en libertad. Dio las pautas de la nueva convivencia mundial de los siguientes años y lustros, mas alla del sentido cristiano, catolico y apostolico.
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