Hasta hace mucho tiempo, aprender a leer se identificaba con aprender las primeras letras. Bien podía considerarse que saber leer era estar en capacidad de articular, producir o repetir una cadena de sonidos en el intento de descifrar un conjunto de letras.
En el marco de lo que significa aprender a leer y saber leer, muchos niños deletreando, silabeando y apenas penetrando en el significado de las formas y los trazos han sido etiquetados como lectores aceptables. Jóvenes y adultos incapaces de leer comprensivamente un panfleto, un periódico, y mucho menos un libro entero, han sido dados también por “lectores”. De hecho, es sobre este concepto precario de lecto-escritura donde se han construido a nivel mundial, las estadísticas de fracaso escolar que continúan vigentes en nuestro país.
Pero saber leer, significa mucho más que tener acceso a “las primeras letras”; mucho más que estar en capacidad de descifrar las frases estandardizadas y prefabricadas de una cartilla o del texto escolar. Saber leer, implica un conjunto muy amplio y variado de capacidades y habilidades, que requieren hacer de la lectura no sólo una actividad permanente sino objeto de aprendizaje y perfeccionamiento continuo, más allá de la escuela y del sistema educativo en sentido general.
No es lo mismo leer un texto impreso que una película subtitulada; esto último requiere de una rapidez de lectura y una agilidad visual específica que el texto estático no reclama. Como no es lo mismo leer un comic y una novela, un artículo periodístico y uno académico, etc. Saber leer requiere estar en capacidad de manejar diversos tipos de textos, desde los más simples hasta los más complejos.
Y al fin y al cabo, saber leer es una de las vías de aprendizaje del ser humano y que por tanto, juega un papel primordial en la eficacia del trabajo intelectual. Saber leer equivale a pensar e identificar las ideas básicas, captar los detalles más relevantes y emitir un juicio crítico sobre todo aquello que se va leyendo.
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